Columna en El Líbero: Distinciones universitarias imaginarias

Algunas instituciones buscan evitar el camino largo y difícil (pero fecundo) de la competencia, prefiriendo el atajo de mantener privilegios en base a disquisiciones genealógicas y alegatos sobre su abolengo.

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Con motivo de la publicación de un libro de su autoría, el anterior rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, ha vuelto a poner en discusión la distinción entre lo público y lo estatal en el mundo universitario.

Su planteamiento sigue siendo el mismo que enarboló frente a la fracasada Convención Constitucional: sólo las universidades estatales son públicas. Ha afirmado que llamar pública a una universidad privada es una forma de violencia, pues vulnera la identidad de las casas de estudios estatales. Su mensaje tiene un destinatario: la Pontificia Universidad Católica de Chile y las instituciones agrupadas en el “G9”, que para furia del embajador Vivaldi, se denominan a sí mismas “públicas no estatales”.

Más que volver al debate de las distinciones entre lo público y lo estatal, resulta más interesante pensar qué tanto sentido tiene continuar esta discusión cuando se mira nuestro sistema de educación superior.

Las universidades existentes hasta 1981 y sus derivadas gozan hoy, en virtud de un decreto del Gobierno Militar, de una fuente de financiamiento público privilegiado, denominado Aporte Fiscal Directo. Estos montos no tienen un objetivo o propósito de política pública específico, ni un sistema de rendición de cuentas que permita saber a la ciudadanía en qué se gastan estos recursos. En la práctica, se trata de un privilegio de origen histórico. Cabe recordar que este grupo de beneficiados, conocido comúnmente como universidades “tradicionales”, contiene instituciones estatales y privadas. Agrupan un 32% de la matrícula de pregrado.

Estas universidades también tienen otras formas de trato preferente. Sus estudiantes tienen acceso a un crédito mejor que el CAE (el Fondo Solidario) y durante muchos años tuvieron mejores becas y un sistema de admisión exclusivo pagado por los contribuyentes. El Estado financia anualmente su instancia de reunión y canal de lobby oficial con el Ministerio de Educación y el Gobierno, conocida como el Cruch. Este trato preferencial, así como su mayor antigüedad y el mote informal de “tradicionales” les permitieron distinguirse durante largo tiempo con un velo intangible de mayor prestigio frente a las algo más nuevas universidades privadas creadas después de 1981.

Esta diferenciación, sin embargo, se ha vuelto cada vez más difícil de sostener. Varias universidades privadas creadas después de 1981 han alcanzado niveles de acreditación de excelencia. Varias se han destacado en investigación y vinculación con el medio, son elegidas por estudiantes de altísimo puntaje y emplean a muchos doctorados que retornan de sus estudios en el extranjero. Otras se han dedicado a educar masivamente a estudiantes a los cuales las universidades tradicionales y selectivas usualmente ignoraban: vespertinos, adultos que debían compatibilizar estudios y trabajo, o jóvenes de muy bajo puntaje. Sus campus se distribuyen en todo el territorio nacional, con infraestructura de alta calidad. Tres de ellas, además, han ingresado al Cruch tras abrirse legalmente esta posibilidad (aunque sin los beneficios asociados). El mundo técnico profesional, sistemáticamente discriminado también, ha avanzado a pasos igualmente agigantados.

Existen, es ampliamente conocido, casos de universidades fallidas que por malas decisiones han decepcionado a sus estudiantes, pero pueden encontrarse casos de esto tanto en las instituciones tradicionales como en las más nuevas.

En este contexto, la discusión sobre las consecuencias prácticas de la propiedad de las instituciones se ha tornado cada vez menos relevante, al volverse el sistema mucho más diverso y difícil de clasificar. La obsesión con estas distinciones imaginarias tiene nulos resultados, como pudo comprobar la ex subsecretaria de Educación Superior, igualmente enfática e inefectiva en su preferencia por las universidades estatales.

Una reflexión final. Pareciera que algunas instituciones buscan evitar el camino largo y difícil (pero fecundo) de la competencia, prefiriendo el atajo de mantener privilegios en base a disquisiciones genealógicas y alegatos sobre su abolengo. Debieran tener en cuenta que, mientras siguen en el pantano de ese debate, el resto de las instituciones, sin privilegios, sigue creciendo y mejorando.

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Escrito por Daniel Rodríguez Morales

Director ejecutivo de Acción Educar.