Por Francisca Figueroa, investigadora de Acción Educar.
Al finalizar la II Guerra Mundial, las naciones consagraron en la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) de 1949 todos aquellos derechos que emanan de la dignidad de la persona. Tras lo vivido en Alemania -donde los padres, al no contar con otra alternativa que la educación provista por el Estado (del régimen nazi), se veían en la obligación de que sus hijos estudiaran mediante la propagación de la ideología nacionalsocialista-, se incluyó, dentro del entonces nuevo derecho a la educación, el derecho preferente de los padres sobre la educación de los hijos (DUDH, artículo 26.3). Su complemento fue la consagración de la protección de la familia por parte del Estado y la sociedad, por ser el elemento natural y fundamental de ésta (DUDH, artículo 16); derecho que tradicionalmente era reconocido por las constituciones europeas de inicios del siglo XX. Así, se pretendió poner fin al adoctrinamiento de los niños por parte del Estado.
La DUDH, junto con marcar un hito en el reconocimiento de los derechos fundamentales, ha sido origen e inspiración de numerosos tratados internacionales -varios de ellos suscritos por Chile-, guiando el actuar de los Estados en el respeto de los derechos humanos. Tratados que han profundizado en el significado y alcance del derecho a elegir la enseñanza de los hijos más allá de ser una protección contra el adoctrinamiento estatal. En esta misma línea, nuestro país ha reconocido una serie de derechos entre los que justamente están la educación y el derecho preferente de los padres sobre la educación de los hijos. Éste se fundamenta en que las sociedades se conforman de familias, las que, sin importar su composición, deben ser las primeras en suplir la voluntad de los niños, cuando éstos por edad o madurez no pueden tomar decisiones por sí mismo en lo que respecta a su educación.
Lo anterior no implica que el Estado no tenga un rol en cuanto a la educación. Como su nombre bien lo indica, se trata de un derecho preferente y no exclusivo, de manera que el Estado, en cuanto promotor del bien común, debe velar para que en aquellos casos en que los niños no estén recibiendo de sus padres la educación que les corresponde por derecho, sea esta necesidad satisfecha de otra forma. Además, debe apoyar a las familias para que efectivamente puedan ejercer el derecho y deber que les es propio. Una de las formas para ello es contar con un sistema de educación de alta calidad, provisto y financiado por el Estado, que constituya una real alternativa. Pero esta no puede ser la única vía.
La opción de elegir una educación diversa a la que el Estado provee no puede estar sólo disponible para quienes puedan pagarla. Por esto, es fundamental que el Estado proteja tanto el derecho a la educación como la libertad de elección, ayudando especialmente a las familias que, por sus propios medios económicos, no pueden pagar la educación que quieren para sus hijos.
El derecho preferente de los padres debe ser un recordatorio permanente de que el Estado está al servicio de la educación y desarrollo de los niños, y no los niños al servicio del Estado. Por otro lado, avanzar en garantizar la educación no puede ir en contra de los primeros llamados a darla: las madres y padres de Chile.