El gasto en la educación superior representa el 3,9% del gasto total del Estado (año 2018). De éste un 38% se va a gratuidad, 34% a estudiantes por medio de becas y créditos y 27,3% a las instituciones. Del año 2011 a 2018 el gasto aumentó en $1.317.769 miles de millones, lo que representa un 142,5% de incremento, que en gran medida encuentra su causa precisamente en la política de gratuidad.
Por otro lado, el aporte a las instituciones también ha aumentado considerablemente. De hecho, el aporte fiscal directo ha aumentado en un 6% desde el año 2011. Además, se han generado nuevos fondos, como el Aporte Institucional a las Universidades Estatales (AIUE) que establece la ley N° 21.094, el que para el año 2020 es de $37.449.896.
Si miramos el gasto per cápita de estudiantes, es bastante dispar según el tipo de institución y ha aumentado de manera irregular entre las mismas. Por ejemplo, el gasto per cápita de la Universidad de Chile entre los años 2012 y 2018 ha aumentado en más del doble que el promedio de todas las universidades.
Sin duda es necesario un análisis detallado de estos datos y de los tipos de financiamiento que se entregan y la forma en que se ejecutan, pero es posible hacer algunas reflexiones de manera preliminar. Primero, el costo de la educación superior es creciente, especialmente dado el período de crecimiento y expansión que ha tenido en nuestro país. Por lo mismo, no es de extrañar un aumento en el gasto del Estado. Sin embargo, lo relevante es la forma y distribución que ha tenido ese incremento de manera de poder ser más eficientes en la entrega de los recursos y las fuentes de financiamiento.
El objetivo debiera ser incentivar y potenciar el desarrollo de la educación superior. Buscando desde el punto de vista del estudiante avanzar en una mayor equidad en el acceso, pero de la mano con la retención y éxito académico. Para las instituciones, por su parte, en incentivar y promover aquellos proyectos de investigación, innovación y creación que permiten un mayor aporte al país.
Lamentablemente, son pocos los estudios que se han realizado para analizar en qué manera los distintos tipos de financiamiento impactan a la educación superior, en la calidad, la trayectoria de los estudiantes, etc., en la medida que van generando incentivos tanto para las instituciones como los estudiantes para ir mejorando y solucionando los desafíos que hoy tiene nuestro sistema. Las discusiones más bien han estado sesgadas por miradas políticas e ideológicas, que tienden a zanjar el debate.
Con todo, los datos que se tienen hasta el momento permiten justificar al menos la necesidad de un debate. En primer lugar, la educación superior permite una movilidad social importante; quienes acceden a ella logran ingresos hasta 163% más altos que quienes sólo llegan hasta cuarto medio (Education at a Glance 2019), lo que da cuenta de los beneficios personales que trae la educación terciara.
Si miramos el impacto en retención, la gratuidad no lo hace mejor, de hecho, la retención en quienes aceden a créditos y becas es del 82% mientras que en gratuidad es de 77% (Acción Educar, 2019).
Por otro lado, la gratuidad no ha significado un aumento de la cobertura de los deciles más vulnerables, uno de los objetivos por el cual se plantea. Al comparar la Encuesta Casen 2015 (previo al inicio de la política) con la Casen 2017, se ve que la cobertura neta se ha mantenido estable para todos los deciles.
En definitiva, pensar que la ley 21.091 resolvió el problema de financiamiento parece ser un poco ingenuo. Es más, los desafíos son en realidad mayores. Hoy por hoy, la pandemia y la crisis económica que le sobreviene nos fuerzan a pensar de manera seria y responsable nuestro sistema de financiamiento de la educación superior, de manera de poder poner los recursos efectivamente donde más se necesitan.
Magdalena Vergara, directora ejecutiva de Acción Educar.
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