Por Raúl Figueroa, director ejecutivo de Acción Educar.
Con la finalidad de lograr la aprobación en general del proyecto de ley sobre educación superior, que lleva ocho meses entrampado en la Cámara de Diputados, el Gobierno le dio el carácter de discusión inmediata a la iniciativa, forzando a los legisladores a votar. Antes de hacerlo, los parlamentarios de la Nueva Mayoría exigieron conocer los cambios que el Ejecutivo incorporaría, los que se dieron a conocer primero mediante una minuta y luego con la presentación de una indicación sustitutiva. Salvo algunas novedades, como la reincorporación de una nueva Subsecretaría cuya eliminación se había anunciado, lo presentado es similar a la que se había filtrado hace un par de semanas y que en otra columna comentamos (Cambios a la reforma, más incertidumbre).
Resulta majadero, a estas alturas, insistir en el nulo consenso que ese proyecto ha generado y en la improvisación que ha caracterizado a todo el proceso. La reflexión profunda y el debate serio que una política de esta magnitud exige han sido reemplazados por el voluntarismo político y la protección de intereses específicos. La gran reforma anunciada a la educación superior se parece mucho más a un juego de Sudoku, en el que la colocación de una pieza entra en conflicto con otra, lo que obliga a movimientos intuitivos que se traducen en un proceso eterno de prueba y error. Lo más grave es que en este caso el norte dejó de ser una mejor política pública, sino cómo afectar lo menos posible determinados intereses.
Ejemplos sobran. Se prometió la gratuidad universal en la educación superior y los hechos han demostrado que se trata de una política inviable desde el punto de vista financiero, así como negativa en cuanto a la calidad del sistema educacional. Incluso parlamentarios de la Nueva Mayoría han señalado que no se debiese insistir en ella, pero el Gobierno persiste en su implementación, preso de una promesa irresponsable y temeroso de las reacciones de ciertos grupos que han capturado la voz de los estudiantes.
En cuanto al financiamiento de las universidades, el proyecto de ley original terminaba paulatinamente con los recursos directos que los planteles del CRUCh reciben por razones históricas, reemplazándolos por otro fondo más competitivo y abierto a un número mayor de instituciones. Aunque perfectible, se trataba de una buena iniciativa. ¿Qué ocurrió? La presión de las universidades existentes antes de 1981 hizo que el Gobierno echara pie atrás, asegurándole los recursos a un grupo de universidades y negándoselos a otras con méritos similares. Este cambio generó nuevos problemas: las universidades privadas que, ingenuamente, adhirieron a la gratuidad, están ahora sufriendo sus consecuencias y reconocen que el déficit que esta política les genera afecta la calidad de sus proyectos. Tenían la esperanza puesta en un fondo adicional, pero es precisamente aquel cuya eliminación se anuncia ahora.
En cuanto al trato que el Estado les da a las universidades y a los estudiantes que optan por ellas, la conducta del Ejecutivo ha estado marcada por el afán de generar discriminaciones arbitrarias, que sólo mediante la intervención del Tribunal Constitucional se han podido corregir. Con todo, se insiste en darles a las universidades del Estado un trato diferenciado, sin considerar que muchas de ellas no alcanzan los estándares de calidad esperados. Ante la insistencia de las universidades privadas del CRUCH de que se les reconozca su aporte al desarrollo del país, se opta razonablemente por darles una mención explícita en ese sentido, pero marginando al resto de las instituciones privadas que cobijan a la mitad de los alumnos y que han tenido un desarrollo sostenido tanto en docencia como en extensión e investigación.
En síntesis, el objetivo de la reforma educacional se hace cada vez más difícil de identificar. No parece ser la calidad, ni el acceso, ni el desarrollo del sistema en su conjunto, sino que más bien calza con la satisfacción de intereses específicos.