Por Magdalena Vergara, directora ejecutiva de Acción Educar.
Ayer los diputados del Partido Socialista y Revolución Democrática presentaron la acusación constitucional contra la ministra Marcela Cubillos. El documento apunta principalmente a la falta de probidad de la autoridad por haber faltado a la verdad y por no ejercer su autoridad jerárquica respecto de la Dirección de Educación Pública, causando daños en la implementación.
La Acusación Constitucional es un mecanismo severo que constituye una forma de control político por parte del Congreso a las altas autoridades del Estado, velando por la supremacía constitucional y por resguardar la confianza pública. El hecho de que sea un mecanismo político y que la Constitución establezca causales amplias para llevarla adelante no quita la relevancia de que la fundamentación jurídica debe hacerse de manera clara y bajo hechos certeros y graves, pues a fin de cuentas es en base a ellos que se discutirá luego si ha existido o no la infracción a la Constitución y las leyes. Ello considerando además que la deliberación de los parlamentarios es discrecional. Por tanto, si la fundamentación jurídica no es suficientemente sólida y, por el contrario, es confusa y rebuscada, cae el riesgo de que el debate se vuelva más bien arbitrario, terminando en una especie de censura a las diferencias políticas con las altas consecuencias de impedir que una persona pueda ejercer cargos políticos durante cinco años.
En el caso de la ministra Cubillos, si bien a primera vista las acusaciones son graves, al leer el detalle bajo los cuales se argumentan dichos ilícitos surge la interrogante si tiene lugar presentar la acusación y cuál es el criterio con el cual se debe juzgar su actuar. Ejemplo de ello es que la falta de probidad se argumente principalmente en razón de la publicación de mensajes en Twitter y el envío de correos masivos a los apoderados, acto que fue considerado dentro del marco legal tanto por el Consejo para la Transparencia como por la Contraloría General de la República.
Siendo así el tono del documento, el criterio para deliberar se vuelve totalmente subjetivo y el fin de resguardar la confianza pública que tiene el instrumento, un despropósito. Ello se reafirma al ver que los firmantes cuestionan la falta de voluntad de implementar la normativa por parte de la ministra, por el hecho de criticar las leyes vigentes “aprobadas democráticamente”. Más que significar un ilícito constitucional, muestra una determinada manera de ver el ejercicio político, pudiéndose concluir dos cosas: o bien consideran que sólo algunos pueden criticar, pues ellos no tuvieron reparos en hacerlo para llevar adelante las reformas al sistema; o quizás se haya caído en la idea errónea que nuestra normativa ya alcanzó un nivel que no requiere cambios. Ambas hipótesis parecen poco razonables. La primera totalmente totalitaria y la segunda ingenua, especialmente cuando la gran mayoría de las leyes aprobadas en los últimos años han requerido mejoras.
Esta acusación deja claro, más que nunca, que en educación el debate está tomado por las ideologías y da una muy mala señal respecto de la posibilidad de generar diálogo para lograr los consensos que se requieren para avanzar en las políticas que la mejoren.