Por Tania Villarroel, directora de Estudios de Acción Educar.
Se aproxima rápidamente el 30 de septiembre, fecha límite para que el Ejecutivo presente el proyecto de ley de presupuestos para el 2022. La discusión en Educación es sumamente compleja de seguir, pero no puede pasar desapercibida. Dado que el financiamiento es escaso, los criterios en base a los que se asigna son fundamentales y deben reflejar lo que más nos importa como sociedad. Por eso, llama la atención que en educación superior sigamos distribuyendo recursos en base a criterios históricos.
Para ser más precisos, la Ley de Presupuestos de 2021 -y las anteriores-, asigna ciertos recursos a aquellos planteles contemplados en el artículo 1 del Decreto con Fuerza de Ley Nº 4 de 1981, que define lo que actualmente se conoce como universidades tradicionales. Este artículo contempla a aquellas instituciones estatales, tanto antiguas como nuevas, y a las privadas creadas antes del 31 de diciembre de 1980. Las casas de estudio privadas fundadas después de esa fecha quedaron en otra categoría. Lo relevante es que esta clasificación se ha mantenido invariable por los últimos 40 años.
Durante estas cuatro décadas, se han introducido otras categorías de instituciones de educación superior. Sin embargo, aún mantenemos la clasificación del DFL Nº 4 de 1981 con consecuencias en la distribución de recursos públicos. En efecto, esta norma fue mencionada al menos 14 veces en la Ley de Presupuestos 2021 y probablemente la encontremos nuevamente referida en el proyecto de ley de presupuestos 2022. El problema radica en que, al tratarse de un criterio histórico, las casas de estudio no pueden cambiar de categoría, por lo que el desarrollo de las mismas no es tomado en cuenta. En consecuencia, actualmente, la categoría no representa a un grupo uniforme de universidades.
Cómo distribuir recursos públicos entre instituciones de educación superior es un problema complejo. Es posible sostener, por un lado, que se deben entregar recursos a las de más alta calidad, de manera de incentivar la mejora continua por medio de beneficios económicos. Por otro lado, se puede plantear que el ideal es apoyar a aquellas que no están operando en su óptimo, entregando recursos para que puedan mejorar. Y todas las opciones intermedias.
Luego, se hace necesario plantearse cómo determinamos cuál es mejor que otra. Esta última pregunta es la más difícil, puesto que por medio de intentar medir calidad se puede caer en excesos y, fijando indicadores, uniformar la oferta perdiendo en diversidad. Lo complicado es lograr el equilibrio.
Con todo, cualquier mecanismo que se elija para asignar recursos debe ser revisado cada cierto tiempo para ir actualizando tanto los criterios como en qué categoría caen las distintas universidades.
En suma, algo es claro. Asignar recursos en base a una clasificación que se realizó 40 años atrás, que quedó fija por un criterio histórico, hace poco sentido en estos tiempos. La fecha límite para presentar el proyecto de ley de presupuestos se acerca. Habrá que estar atento a cómo se distribuyen los recursos públicos para que al menos no se haga en base a criterios que tienen poco sentido el día de hoy.