La mayor debilidad de la gestión del anterior ministro de Educación fue su incapacidad para poner los recursos donde decía que estaban sus prioridades. Los proyectos de ley presentados no tuvieron financiamiento, y los que ya estaban en trámite y traían más recursos al sistema (como la flexibilización de la Ley SEP, la subvención de reingreso y la subvención para niveles medios de parvularia), fueron detenidos, desfigurados o abandonados. Se prometió una reforma que revitalizaría la desmunicipalización de la educación pública, pero apenas se presentó una segunda ley miscelánea que el Congreso no se ha molestado en tramitar. En el presupuesto 2023, solo se puede identificar un fondo relacionado a la reactivación educativa, de 9.000 millones de pesos, que se gastó en contratar personas. Es improbable que el Ministerio estuviera de acuerdo con esto, por lo que la conclusión evidente es que su debilidad política lo hizo incapaz de persuadir a Hacienda de la importancia y prioridad de sus iniciativas.
La llegada del ministro Nicolás Cataldo parecía revertir esa tendencia. Con apenas unos días en el cargo, logró bajar la paralización del Colegio de Profesores, comprometiendo el pago de la llamada “deuda histórica”. Esta concesión, que seguro alivió al presidente del gremio que veía su reelección irse como agua entre los dedos, implicará un gasto público que no mejorará la calidad de la educación ni ampliará su cobertura, pero sí será muy costosa para los contribuyentes. Sin embargo, pasado este impasse, el ministro confirmó que su prioridad sería la reactivación educativa.
Lamentablemente, el presupuesto en educación contradice diametralmente lo anterior. La reactivación educativa solo incluye unos 30 mil millones de pesos, monto marginal si se toma en cuenta que solo el aumento de los fondos destinados a la gratuidad en educación superior supera los 270 mil millones. Las tutorías, una de las medidas más importantes para la recuperación de aprendizajes, no tienen recursos asignados, pues seguirán basadas en voluntarios y acotadas a menos del 0,1% de la población escolar. Con estos números, simplemente no puede argumentarse que el foco es la reactivación del mundo escolar. Posteriormente, y ante las críticas, la autoridad ministerial daría una entrevista en la que afirmó que la reactivación educativa duraría diez años.
Visto de la manera más favorable posible, lo que el ministro deja a entender es que un niño matriculado en primero básico hoy no verá el sistema recuperado y sufrirá el grueso de los daños que permanecen tras la pandemia. ¿Qué esperar para los que están hoy en 3ero medio? Según el Simce recientemente publicado, menos de la mitad de ellos alcanza el nivel mínimo de aprendizajes en lectura y matemática. Más de 1.300.000 estudiantes tuvieron inasistencia grave durante el primer semestre de este año, profundizando la gravedad de un ya conocido diagnóstico.
Por eso es necesario que el ritmo sea otro, y que no derivemos el problema al futuro. Es posible invertir más y mejor en un plan de reactivación que entregue recursos y genere capacidades, que permita a los colegios identificar lagunas de aprendizaje y abordarlas, que combata más activamente la inasistencia. Es difícil, pero no se puede caer en la desesperanza. No sabemos si serán diez años, pero lo que sí sabemos es que si seguimos prefiriendo condonar el CAE, pagar deudas históricas bajo presiones gremiales, salvar centros de formación técnica estatales quebrados y mantener con vida a universidades estatales casi sin estudiantes, en lugar de priorizar la reactivación educativa, los años pueden ser muchos más. Parafraseando la popular canción, pueden ser quince, veinte o treinta.