El desarrollo del sistema de educación superior chileno no se entiende sin la libertad de enseñanza y la provisión mixta. Desde la fundación de la Universidad Católica el sistema ha estado compuesto por instituciones públicas y privadas, que el Estado ha apoyado financieramente de distintas formas. Y la provisión mixta ha sido positiva y eficiente para el país: el sistema universitario no estatal se hace cargo de formar a tres de cada cuatro estudiantes, recibiendo en promedio la mitad de financiamiento fiscal por alumno que sus pares estatales.Pero la máxima expresión de reconocimiento público a esta diversidad es el Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH), compuesto por universidades estatales y privadas, laicas y confesionales, regionales y metropolitanas.
En este marco, todas eran miradas por igual por el Estado. Lamentablemente, esta igualdad de trato fue perdiéndose, dado que las universidades privadas creadas después de 1981 nunca fueron incorporadas a este grupo, y no fueron tratadas igual por el Estado. No acceden a transferencias directas de recursos públicos, y sus estudiantes tienen peores becas y peores créditos que sus hermanas del CRUCH a pesar de entregar educación a más del 49% de los estudiantes de pregrado.
En este contexto, la incertidumbre que le contagia la Convención a todo lo que toca y la radicalidad del gobierno en instalación dieron pie a un escenario sin precedentes. Por primera vez una administración está dispuesta no solo a darles un trato preferente a las universidades estatales, sino a considerarlas una excepcionalidad histórica que las diferenciaría esencialmente de las universidades privadas, incluso de las llamadas tradicionales, sus compañeras de asiento en el CRUCH. La Convención, por su parte, se ha mostrado contraria a cualquier forma de provisión mixta de bienes públicos, y es esperable que, tanto a nivel escolar como superior, la educación privada se vea significativamente afectada, mientras a la pública se la ubica como una única alternativa.
Las universidades privadas del CRUCH -conocidas como G9- han acusado en la actitud del Mineduc una falta de reconocimiento a su rol histórico, a su aporte en bienes públicos y a su contribución al acervo cultural del país. Pero ese tipo de argumentos no son persuasivos ni para las nuevas autoridades ni para la Convención. En simple, para ellos la provisión estatal es suficiente para garantizar el derecho a la educación de las personas. Así, la educación privada puede ser un condimento interesante, una comparsa, pero está lejos de ser indispensable, siquiera importante.
El gobierno tiene derecho a desarrollar su programa. Pero llama la atención la actitud de los rectores de las universidades del Estado. Nadie dice que no aprovechen un escenario inusualmente propicio dado por coincidencia ideológica total entre el Ejecutivo y la Convención, pero abandonar a sus instituciones hermanas, con las que compartieron propósitos y objetivos desde 1954, parece un exceso. El rector Vivaldi ha despreciado la preocupación de las universidades privadas, restringiéndolas a lo económico: “es ridículo pensar que van a dejar de darles financiamiento público” dijo a La Tercera. La rectora de la UMCE, universidad estatal, aprovechó de expresar su particular percepción del contraste entre el mundo estatal y privado “no es el Vaticano el que mandata, no es otro grupo de intereses corporativos que puede tener un interés de desarrollo social, pero origen privado”.
¿Serán las universidades estatales cómplices de una política que, si bien las beneficiará significativamente, también implica el quiebre de una tradición de colegialidad y colaboración? ¿Estarán conformes con hacer la pérdida del aporte de las universidades privadas, a cambio de recursos? ¿Estarán dispuestas a llevar para siempre la marca de la responsabilidad del desmembramiento del sistema chileno de educación superior?