Las enmiendas al anteproyecto son una oportunidad de perfeccionar el texto, pero para que ello ocurra, los consejeros deben ser coherentes en el discurso que sustenta las indicaciones, y evitar la tentación de plasmar programas de gobierno.
(Leer columna en el Diario Constitucional)
La semana pasada comenzó la discusión de las enmiendas en las respectivas subcomisiones del Consejo Constitucional, existiendo en el derecho a la educación y la libertad de enseñanza – si incluimos las iniciativas populares de norma – alrededor de 50 enmiendas que se deben analizar.
Siendo las enmiendas una importante oportunidad de perfeccionar el texto del anteproyecto y asegurar en forma clara los derechos y libertades propuestos, las bancadas debieran evitar dos grandes tentaciones. Por un lado, plasmar en la Constitución políticas públicas que tendrían que ser discutidas en el Congreso, y por otro, justificar mediante un tipo de argumento sólo aquellas enmiendas que se comparten ideológicamente, sin que valga el mismo argumento para aquellas con las que no se están de acuerdo.
En el proceso anterior pudo verse en forma patente cómo se buscó instalar en el texto constitucional un determinado programa de gobierno. Si nos centramos sólo en educación, el articulado incluyó desde la constitucionalización del estatuto docente y la participación vinculante de la comunidad educativa, hasta la gratuidad de todas las instituciones públicas en educación superior.
Aunque el desarrollo del nuevo proceso constitucional dista ampliamente en la forma y en el fondo del anterior, la tentación de constitucionalizar determinadas políticas públicas no está ausente en el proceso actual. Así ocurre, por ejemplo, con el establecimiento de la progresividad de la gratuidad en educación superior, sin agregar otras posibles vías, pero también con las enmiendas que entregan a los directores la responsabilidad por el orden y la convivencia al interior de los establecimientos.
Tal como señaló la Comisión de Venecia en el informe emitido en marzo del 2022[1], el texto constitucional debe permitir que las autoridades políticas tengan el poder de tomar sus propias decisiones de política económica, social, fiscal, familiar, educativa, etc., a través de mayorías, de modo que las elecciones de gobernantes no pierdan su sentido. La Constitución no debe formar parte del «juego político», sino que debe establecer reglas para que el juego se dé forma justa; es un marco en el que las diferencias políticas y sociales pueden armonizarse para la gobernanza pacífica, estable y constructiva del país a lo largo del tiempo. La Constitución debe permitir concluir que realmente es un documento fundamental y no una simple declaración política incidental.
En este caso, el problema no radica en que sean los jueces quienes terminen creando o cancelando políticas públicas en materia de derechos sociales (lo que puede evitarse si se fijan en la propia Constitución, mecanismos claros para reclamar de los incumplimientos por parte del Estado de los derechos sociales garantizados), sino más bien en que se plasmen determinadas vías para lograr un objetivo, sin dar cabida a la deliberación en sede parlamentaria. Como señala Rodrigo Poyanco[2], “la pluralidad y parcialidad con que cada posición política es defendida dan cuerpo a la diversidad democrática propia de una democracia contemporánea”, y agrega “la configuración de los derechos sociales da cuenta, en parte importante, de este tipo de discrepancias y de las soluciones que el proceso político les otorga”.
Es en la discusión democrática donde deben tomar forma las soluciones políticas a los problemas sociales, no sólo por la diversidad que caracteriza dicha deliberación, sino también porque ella se acerca de mejor manera a la vivencia de las personas. Como señala Sebastián Soto, el desafío “parece estar en la política como institución mediadora o procesadora de expectativas”[3].
2. Coherencia del discurso
Lo principal que se exige en torno a la coherencia, es que la justificación de una u otra enmienda sea igualmente válida para aquellas interpuestas por la bancada contraria. En otras palabras, se pide que la razón de una u otra indicación no cambie por la ideología del texto, sino que los consejeros o expertos, sean capaces de mantenerse fieles a principios más allá de compartir o no la idea de fondo.
Es lo que ocurre cuando se omiten ciertos conceptos en virtud de una economía de la redacción, pero otros tanto se aseguran. Lo mismo pasa cuando se usan los tratados internacionales o la experiencia internacional para justificar determinados incisos, no valiendo lo mismo para aquellos otros que establecen aspectos que no se comparten. Los ejemplos abundan de lado y lado, y es que sin importar la posición que se tenga, el minimalismo pareciera ser muy necesario en aquellos aspectos que no se comparten, y para aquellos, en cambio en que se está de acuerdo, lo que abunda no daña.
La incoherencia en el discurso no es exclusiva de la discusión constitucional, sino más bien, una de las probables causas de la mala fama de que goza la política en general. Como señala Hannah Arendt, “la política nace en el Entre-los-hombres, por lo tanto, completamente fuera del hombre (…), surge en el entre y se establece como relación”[4]. La coherencia, por tanto, no debe darse sólo con los propios valores que motivan la acción, sino también con aquellos valores que rigen nuestra relación con los otros, más aún cuando dicha relación es la que permite llegar a soluciones para la satisfacción de condiciones necesarias básicas para el desarrollo de cada persona.
En una sociedad y, particularmente en un Consejo Constitucional compuesto por personas con valores tan diversos, la coherencia en el discurso mediante la aplicación de los mismos estándares tanto a las posibles evidencias que apoyen su posición, como a aquellas que vayan en contra, es el mínimo que puede exigirse para obtener los necesarios consensos, requisito sine qua non de un texto final que sea “un documento unificador, capaz de recuperar la confianza de la ciudadanía”[5].
Como señala Cortina, uno de los peligros fundamentales que asechan al consenso es concebirlo como un pacto estratégico: “La convicción de que los consensos son pactos estratégicos, en los que cada cual defiende sus intereses individuales rabiosamente hasta llegar a un equilibrio, dependiente de la correlación de fuerzas, desvirtúa de raíz el profundo sentido de la democracia (…) si entendemos el consenso como estrategia, y no como concordia, invitar a una moral ciudadana es puro cinismo”[6].
No basta, por tanto, la llamada a un consenso si no hay un diálogo que se caracterice por una coherencia en el discurso: que busque convencer y convencerse a partir de la evidencia que aportan los argumentos.
Conscientes de que no será la Constitución la que logre superar todos los problemas que aquejan al sistema educacional, si el texto es claro tanto en asegurar un derecho a la educación que permita el desarrollo de la persona en todas sus facultades, como en garantizar la libertad de enseñanza; fija reglas claras y justas para la relación entre las instituciones; y evita plasmar programas de gobierno, habrá espacio suficiente para que, a través de las políticas públicas y el diálogo honesto, se pueda concretar el resto. (Santiago, 22 de agosto de 2023).
Leer columna en el Diario Constitucional