Columna en El Dínamo: Educación y política

Una buena formación cívica permite la deliberación política entre quienes la reciben, mejorando la toma de decisiones a nivel de sociedad; y no predispone al estudiante para adoptar ciertas posiciones políticas, sino que le disciplina en facultades útiles para la reflexión.

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Hannah Arendt escribió en La crisis de la educación que la educación es el paso intermedio entre la familia y el mundo; en ella, el profesor es el representante de lo público, responsable de mostrar las cosas a nombre de todos. Su autoridad deriva no de sus calificaciones, sino de dicha responsabilidad.

Sin duda, la tarea de los docentes es preparar a los niños, junto a sus padres, para su participación plena en la vida pública. Esa formación imprime ciertos valores y creencias; tanto las familiares como las del proyecto educativo y aquellas que el mismo estudiante se forma individualmente.

Por lo mismo, la preparación para la vida pública no puede situarse en extremos. Un extremo es el aislamiento, donde el educador y la familia cercan totalmente el mundo privado, y la escuela pierde su esencia de tránsito, de preparación. Otro extremo es el adoctrinamiento, donde se inculca al individuo una anteojera, a través de la cual interpreta el mundo antes de conocerlo y ajusta la realidad a sus ideas.

No hay dudas de que la formación política de los estudiantes se encuentra en un estado preocupante (Mardones, 2015). Una de las principales razones por las cuales la formación política está en mal estado es que no existe una métrica útil para evaluar sus resultados: ¿cómo medimos qué tan inserto se encuentra un individuo en el mundo? ¿qué cantidad de inserción en la vida política es atribuible a la escuela?

Por ejemplo, en la literatura relacionada con este tema (e.g. Weinschenk y Dawes, 2022; Siegel-Stechler, 2019), suele utilizarse la participación electoral como métrica de la educación política. Adicionalmente, la evaluación internacional ICCS 2016 busca medir el conocimiento cívico y las actitudes de los estudiantes frente a la política. En su última edición (2016), mostró una disminución de la confianza en los poderes del Estado entre los adolescentes chilenos, entre 2009 y 2016.

Al recurrir a la participación electoral como medida de la formación política: (i) se reduce a un acto específico la complejidad de la participación plena en la vida pública; y (ii) se pasa por alto todo el proceso de reflexión política individual que lleva a votar o no hacerlo. Algo parecido ocurre con la pregunta por la confianza.

Lo anterior es de fundamental importancia. Dado que la escuela es un lugar de tránsito a la vida política plena de un ciudadano, los procesos por los que se educa políticamente deberían ser el objeto de evaluación: la frecuencia y nivel de debate dentro de una escuela, el grado de exposición a lo que ocurre y no en el mundo, la permisividad del proyecto educativo con respecto a las ideas que transmiten los docentes.

Una buena formación cívica: (i) permite la deliberación política entre quienes la reciben, mejorando la toma de decisiones a nivel de sociedad; y (ii) no predispone al estudiante para adoptar ciertas posiciones políticas —no adoctrina, en otras palabras—, sino que le disciplina en facultades útiles para la reflexión política.

Por lo anterior, evaluar los resultados visibles de la educación política es posiblemente inconducente para sus objetivos. Por otro lado, la toma de decisiones políticas es un comportamiento moral. Evaluarla equivaldría a establecer una identidad entre la calidad de la reflexión política y un sistema específico de creencias morales.

En conclusión, no es razonable evitar la educación política, pero tampoco debe ser un objetivo estatal el convertirla en una sección curricular rígida, orientada a objetivos medibles. Más bien, la comunidad educativa debe definir cómo implementarla, atendiendo a que, como se explicó antes, los procesos son la medida más adecuada de su calidad.

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Escrito por Manuel Villaseca

Director de Estudios (s)