Por Magdalena Vergara, directora ejecutiva de Acción Educar.
Que la Ley de Educación Superior (N° 21.091) tiene sus “dificultades”, no es para nadie una sorpresa. Las muchas discusiones surgidas a raíz de su implementación son una clara evidencia. Con todo, y mientras no haya ánimo de un cambio legal -difícil en el contexto político actual-, debemos asimilar los errores del pasado e intentar construir a partir del marco que nos entrega la ley la mejor opción posible para su implementación.
El sistema de aseguramiento de la calidad es quizás el área que quedó más magullado con la normativa. No sólo no hubo el debate necesario que atendiera a una mirada común respecto de qué se entiende por calidad, sino que la ley rigidizó una serie de aspectos que son complejos y lamentablemente no aportan para fortalecer el sistema terciario. La ley entrega espacios de interpretación, los que, en miras a una mejora de nuestro sistema, deben ser especialmente aprovechados. Atendiendo a la discusión que se ha generado luego de conocerse la propuesta de criterios y estándares que hiciera la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), parece necesario hacer este ejercicio, de manera de ir acercando la discusión y buscando posibles alternativas de solución.
Un tema central es la autonomía de las instituciones y el “modelo universitario” que de una u otra forma predispone la ley al limitar la posibilidad de universidades puramente docentes -lo que sin duda puede ser discutido-. Tanto la Constitución como la ley establecen el principio de autonomía, de manera que las instituciones de educación superior puedan definir sus proyectos y propósitos institucionales, así como los medios para conseguirlos. Por tanto, los criterios y estándares para la acreditación les deben permitir determinar autónomamente los medios (recursos, procesos y resultados) para conseguir sus fines y asegurar la calidad.
La normativa agrega que el sistema debe respetar y promover “la diversidad de procesos y proyectos educativos, que se expresa en la pluralidad de visiones y valores sobre la sociedad y las formas de búsqueda del conocimiento y su transmisión a los estudiantes y a la sociedad”. Así, si bien la ley puede hablar de universidades complejas, no obliga a que todas sean igual de complejas, o que avancen en complejidad de la misma manera. Por tanto, disponer un número determinado de doctorados acreditados, por ejemplo -como lo hace la propuesta de la CNA- pasaría a llevar el marco de la ley. En esta línea, se establece que los criterios deben enunciar principios generales que atiendan a áreas específicas del quehacer de las universidades que sean aplicables conforme la misión y propósitos de cada proyecto. En ningún caso determina que se deban definir medios o resultados específicos, ni que deban ser para todas por igual como lo es la determinación de indicadores cuantitativos específicos y para todas por igual.
Estas reflexiones son necesarias dentro del proceso de elaboración de los criterios que se está llevando adelante, atendiendo especialmente a la evidencia y crecimiento de nuestro sistema y a las experiencias comparadas que llevan un desarrollo más avanzado en la materia. De lo contrario, podemos terminar afectando seriamente el nivel terciario, llegando incluso a la posibilidad de cerrar 40 universidades (como observamos en un estudio recientemente hecho por Acción Educar en base a las exigencias de criterios y estándares de la CNA) debido a una interpretación y mirada estrecha de la ley y el sistema, sin que mediara evidencia que justificase una medida como esa para asegurar calidad.